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lunes, 19 de septiembre de 2011

Enganchados (Historia inspirada en Calería)

"CUANDO LOS PONGAS A COcer hazlo en olla de barro, en fogón y con lumbre de leña, cuando ya hiervan, échale dos dientes de ajo blanco pelados, si se ponen negros bótalo todo... porque dentro anda la muerte..."
  Esa era una de las reglas de vida para mi abuelo.  Las demás eran pocas y simples: no le pegues a la mujer, no le faltes al amigo y NUNCA tomes más de dos vasos de aguardiente; SIEMPRE primero Dios. Casi toda su vida se llamó Luciano Telona Mixtec, por lo menos durante su juventud; cuando yo le conocí ya contaba ciento siete años y le mentaban tío Chanito. Aunque no siempre tuvo nombre en español y cuando llegó aquí tenía diez y siete años.
 
    Es de que mi abuelo era Yaqui. Y a los yaquis les pone nombre el viento. Para otros podía pasar por Seri o Navajo o Tarahumara, pero sólo quien es sabe lo que significa serlo. Nunca pronunció su verdadero nombre, pues esto le restaba fuerza a su espíritu. Lo recuerdo enterrando sus uñas cerca de un árbol y haciéndose a un lado para que no pisaran su sombra. Hablaba de Pótamo -su puerto natal- y se le llenaban los ojos de mar.
  - La bendición tío Chanito..  -Dios te bendiga, hijo...  Todos los días, toda la gente le decía. Qué día me llevó a San Andrés y me compró una biblia que le costó cincuenta pesos. Justo lo que pagaron por mí, me dijo. "Eran tiempos del tal don Porfirio y su gente iba por nosotros para trabajar en el henequén".  Él costó sólo cincuenta pesos por no ser tan alto aunque sí corpulento y sobre todo fuerte.
   Los aquellos cincuenta pesos de la venta se los dieron a su madre, que se quedó preguntando cuándo volvería a ver a su hijo y con la esperanza de que una vez que él estuviera trabajando en Yucatán le mandaría su raya semanal y así podrían seguir cultivando las dos hectáreas de ella y sus otros ocho hijos sin padre. Pero se quedó esperando, comiendo miseria, muriéndose a poco con el único pago que recibió por su hijo mayor.
  Los enganchadores lo dejaron en Veracruz. Tendido con fiebres, regalado a quien quisiera. Decía mi abuelo que llegó a Santa Rosita, la finca donde trabajaría, once años antes que la Revolución. Un día muy soleado y con la camisa pegada a las  espaldas por el sudor y la fiebre y con los ojos llenos de preguntas. Ya luego las preguntas se le fueron acabando aunque guardó las suficientes para llegar a viejo.
   "Daba gusto ver aquel verdor de unas hojas grandes pegadas a un palo no muy grueso y a la orilla de la parcela los platanares con sus majaguas". Ya luego aprendió los nombres de cada clase de tabaco, de cada hoja, de cada mata de plátano, de cada penca, de cada estrella en aquellas noches sin sueño. También el nombre de cada parte de su espalda, de cada músculo contraído y exprimido y azotado. Aprendió a desrraizar, ahoyar, aterrar, deshijar y todo esto. Tuvo que vivir casi diez años en un jacal de costaneras y lámina de cartón y tuvo que aprender a pronunciar el español y a decir "Dons Torres" que así le gustaba al patrón,  don Manuel viejo, que le dijeran.
    Nunca fue hombre de pleito pero tampoco gustó de la injusticia. Por eso conoció la Ceiba, aquel inmenso árbol donde se embadurnaba al hombre en la corteza haciéndolo abrazarse al tronco y sujetándole con unas cuerdas aceitadas y se le castigaba con el fuete del patrón, seña cierta de autoridad que tenía el capataz para azotar a quien faltara. Por aquel entonces la justicia media un poco más de medio metro. Mi abuelo faltó muchas veces. Cuando pidió más comida, cuando defendió a la mujer, cuando se enfrentó a la injusticia del día. Pero nunca cayó en el foso en que caían los que ya no podían mantener duros los brazos y las piernas después de tres azotes de cuarenta varazos cada uno.
    Qué día golpeó al capataz. Creo que fue por lo de la tienda de raya. Le quitó el fuete para azotarlo, la gente se alborotó y tuvo que venir Manuel hijo, Manolillo, como le decían, a quién también abofeteó. La gente se alzó más y
tuvo que venir la tropa de San Andrés.  Mi abuelo mal herido tuvo que arrastrarse casi doce kilómetros, huyendo, hasta la parte que llaman Maxacapan, de éste lado de la Laguna de Catemaco.
    Aquél quince de mayo de mil novescientos ocho fue un día importante para nuestras familias, pues ese día nos ganamos la dignidad a cambio de la vida de seis hombres y ciento veinte azotados. La gente, nuestra gente, adoptó el santo del día como patrono, San Isidro Labrador. Cada quince de mayo  son nuestras fiestas del pueblo. Pero lo más importante fue que por aquellos días sucedió la historia que mi abuelo siempre contaba. Y es que los viejos son así, cuentan una historia hasta que la aprendemos de memoria y podemos repetirla.  O la entendemos... 

Ya estando en la Laguna -según decía- halló una cueva donde pensó refugiarse para pasar la noche, pero a causa de las heridas y la sangre que perdió se quedó contemplando el sol por un momento para descansar. Tenía sed. Sí, mucha sed.
   Se arrastró hasta la cueva y entró. Pero ésta se transformó toda de cal quemante, le ardía toda la piel.  Sopló un fuerte viento de angustia y apareció aquel demonio. Desfilaron delante de él las sombras de todos aquellos enganchados que llegaron y murieron lejos de sus tierras y familias.  Otro hombre, su coate, que murió el día que ambos nacieron, su tonal y un ato de indios que lloraban y con sus lágrimas formaban un camino. El demonio le miraba sonriente mientras fumaba un puro y le ofrecía muchos reinos del mundo...  pero él, tomando un tizón que estaba ahí tirado y encendido, dibujó como pudo una ventana en la pared de cal y abriéndola logró respirar apenas. Sofocado cayó mientras unos  se le acercaban hablándole algo que no entendió.
   Fueron los mismos hombres que le atendieron durante veinte días hasta que volvió en sí y pudo hablar. Los mismos que le apodaron "el calero" porque cuando lo encontraron estaba lleno de cal en toda su ropa y la herida, tirado cerca de la laguna, delirando.
   Mi abuelo aprendió a sobrevivir en la sierra, huyendo, hasta que la Revolución lo hizo hombre y le enseñó que un Máuser sólo es útil en manos nuestras, nunca en las de los contrarios. En la sierra hasta que las condiciones permitieron que la fundación de San Isidro Calería se hiciera oficial y legítima y se pudiera vivir en casas con corrales y puercos y gallinas y niños y perros. Y las leyes de don Benito se aplicaran y hubiera un registro civil donde ponerse nombre y asentarlo y hubiera un poco de esperanza y una escuela pública. Mientras aprendió a comer hongos y yerbas.
   Mi abuelo todavía no muere.
   Es de que un día amaneció mas dormido que siempre y tuvimos que enterrarlo, en las misma fosa que a mi abuela doña Chonita, con su ropa blanca de yaqui y su sonrisa en la cara. Pero mi abuelo aún no muere. Por eso te escribo esta carta, hija. Porque le está creciendo la barriga a tu mamá y sé que pronto vas a nacer y debes tener conciencia de que mi abuelo era yaqui y que, como muchos enganchados, llegó con los ojos llenos de preguntas, como tú lo harás dentro de poco. Porque debes de saber que desciendes de una familia digna y honesta, límpia, lavada con sangre de sus hermanos y no debemos humillarnos.
    Por eso te escribo.  Y porque está lloviendo en Calería.  Y porque ha crecido la corriente hasta enca tía Bertita y el agua tiró toda la flor del palo de naranja... y también porque aprendí a escribir bien en la escuela rural.
   Y porque quiero que sepas que estamos inciertos pues el norte está soplando fuertemente y no hemos salido a trabajar.
   Ah, y para que sepas que nunca como hongos....
                                                                                     
                                                                                                          Para Tí que preguntaste: ¿Por qué se llama Calería.
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Seguramente no se llama Calería por ese motivo, por demás apócrifo, pero ese día no se me ocurrió otra cosa. Y si no fue así...? Quién dice YO para explicármelo? hace unos años intenté investigar y no dí ni con media pista así que supuse que si la historia no era de nadie entonces era de quien la tomara, o sea mía. Lo curioso es que cuando le presenté este pequeño cuentito a Eugenia Revueltas -hija de Silvestre, el músico- maestra muy apreciada, me dijo: "algo así escribió tu prima Maribel.. por qué no se ponen de acuerdo y hacen una sola versión?" La suya no era igual, por supuesto, pero llevaba la misma fantasía de inventar un motivo y era el primer capítulo de una novelita que ella escribía así que un sábado por la tarde nos dedicamos a platicar sobre chaneques, Don Juan el cazador, de cómo se formó el Salto de Eyipantla y Juan Oso, para escribirlas, algunos sábados mas tarde ella se fue ... ni modo. a Juan Oso lo encontré, por cierto, en Lokis de Prosper Mérimée, así que algún día tendré que escribirlo, pero distinto.  Bueno, caleros, yo ya puse mi parte, ahí se las dejo, tómenla o escriban la suya...

                                                                      El Poeta Maldito de Bolsillo.





 
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